Vivir, porque la vida es un regalo, y entenderla de esa manera, esa es la mejor fórmula para realizar el ineludible viaje por la propia biografía.
Vivir como si estuviéramos contemplando el más bello anochecer que podamos recordar, optando por la curiosidad y la pasión a partes iguales, aspirando a encontrar la belleza interior que vamos atesorando a medida que envejecemos.
Procurar vivir aligerado de cargas, entendiendo que el cierre de una puerta es la oportunidad para tomar nuevas vías, desterrar a los que ya no nos llaman y tener huecos que llenar en la agenda.
Vivir definiendo los propios parámetros, huyendo de los que presuman de su lugar en el mundo, desoyendo las llamadas de los fanáticos y sectarios, con la certeza de que dudar siempre es sano.
Vivir, restañar las heridas y dar un paso adelante, emocionarnos con historias ajenas como si fueran nuestras, saber a lo que renunciar si fuese necesario, sin incluir jamás la dignidad en el catálogo.
Aprender a vivir en el lujo de lo esencial, a ser básicamente una buena persona, sonreírle al espejo el peor día de la semana, tolerar las imperfecciones del mundo, emocionarse con el rostro del ser amado, pero también con la belleza de las artes o de una desconocida melena al viento, con el mensaje sereno de un paisaje, el eco del canto de los pájaros, el juego de los niños en una mañana de domingo…
Vivir porque la realidad no existe, son interpretaciones personales de la misma, y tenemos un sin fin de pequeños tesoros al alcance de las manos si sabemos encontrarlos
